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El mendigo y el mono

En el año 2001 viví en India por tres meses. La mayor parte del tiempo estuve en la ciudad de Puna asistiendo al ashram de Osho. Ahí aprendí muchas cosas, pero también aprendí simplemente caminando por las calles de Puna.

Aprendí de la gente de la calle, de los vendedores callejeros, los choferes de las rikshas y especialmente de los mendigos.

En India los mendigos son toda una historia, existe un gremio consolidado en torno a la mendicidad y por lo tanto es como una profesión donde hay de todo. Uno ve gente hecha un desastre que se lleva la mano a la boca en señal hambre, personas extremadamente delgadas que suplican unas pocas monedas; los hay deformes, humildes, expresivos, sinceros, niños, mujeres, viejos, jóvenes, sadus, algunos parecen santos y otros criminales… y eso es muy difícil de distinguir!

La mayoría de los mendigos de India viven su vida a ras de suelo, como si su condición de casta baja no les permitiese levantarse por encima de los demás seres humanos y pueden pasar días en el mismo sitio, a veces toda una vida hasta que se vuelven parte del paisaje.

Con los mendigos a mi me pasan muchas cosas, se me puede abrir o contraer el corazón en cuestión de segundos. Y dependiendo de cómo los vea o los juzgue a primera vista y del ánimo en que yo me encuentre, puedo ser desproporcionadamente generosa o negarme rotundamente a darles una mísera rupia.

Hay algunos que toman muy en serio su profesión y para conseguir unas cuantas monedas pueden llegar a ser hasta agresivos. Una mañana regresando de un mercado un par de niños de unos 10 años me siguió durante varias cuadras, porque no se conformaron con las monedas que les di. No se despegaron ni un momento y dedicaron a burlarse de mí, me hacían gestos, me gritaban, me imitaban, daban vueltas como locos a mi alrededor e intentaban impedirme el paso… ambos lograron hacerme pasar un muy mal rato. Al final mi única salida fue escabullirme dentro de un negocio para que por fin me dejaran en paz.

Algunos mendigos son profesionales en causar lastima, intentando enseñar cualquier parte de su cuerpo que esté tullido, gangrenoso, ensangrentado o con lepra y generalmente logran provocar malestar y un sentimiento de culpa, especialmente en nosotros los occidentales. En ocasiones los más atrevidos intentaban tocarme con sus miembros envueltos en vendas sucias y ensangrentadas y esto me provocaba toda una serie de sensaciones desagradables… enojo, culpa, frustración, conmiseración, miedo. Era a veces demasiado por lo que aceleraba el paso para escapar de ellos rápidamente, pero uno no puede escapar de eso así nada más, las sensaciones persisten ya que vienen de un espacio interno que tiene que ver más con nosotros que con el mendigo misno. Esa persona es solo es un espejo donde vemos reflejados nuestros mayores miedos; miedo a la miseria, a la desgracia, a la enfermedad y el abandono.

Me he encontrado también con mendigos que tienen un carácter muy fuerte y un cierto dejo de autoridad que no he visto en los mendigos mexicanos; desde su lugar en el piso pueden ordenar o regañar y en ocasiones saben usar su condición de “no tener nada que perder” para demostrar que están por encima de los demás.

Un día transitando por una calle muy congestionada me llamó la atención un pequeño mono que jugaba cerca de un mendigo acuclillado debajo de una barda. El hombre tendría unos 30 anos, era muy moreno, su pelo negro sucio y despeinado, tenía barba y estaba vestido con ropa que en algún tiempo fue blanca. Se veía muy pobre y solo tenía una manta sucia y raída consigo. Intenté hacerle algo de plática preguntándole por su mono, pero no me hizo mucho caso. Cuando me iba le ofrecí algo de dinero pero no me lo aceptó. Con señas me dio a entender que con ese dinero fuera a comprarle algo de comer a su mono y cuando yo le pregunté qué le podía comprar me hizo una seña como diciendo “deja de molestar y ve a hacer lo que te dije!”... sintiéndome algo tonta, tanto por tener que obedecer órdenes de ese mendigo como por no saber que darle de comer al mono, me metí a la primera tienda que encontré y traté de ver que sería bueno comprarle. En realidad no tuve que pensar mucho porque solo vendían dulces y galletas y eso último fue lo que compré. Cuando volví con el mendigo, tomó el paquete de galletas y sin ningún comentario se las dio a su mono que las abrió rápidamente y se las comió muy contento.

Y ahí estuvo ese mendigo varios días sentado bajo la misma barda, yo lo saludaba cada vez que pasaba por ahí y a veces intercambiábamos señas o alguna palabra que él sabía en inglés.

Una noche cuando regresaba a mi casa después de un curso en el ashram, el hombre me llamó a su lado y sacó una piedra grande de un saco medio roñoso que traía envuelto en su cobija sucia. Me mostró la piedra que me pareció como un mármol de color verdoso de aproximadamente un kilo de peso y mientras me la daba me decía que era una “very special stone, coming sacred cave Himalaya!” repitió varias veces la palabra Himalaya a la vez que con gestos hacía como si la estuviera encontrando en ese momento en una cueva sagrada en la cima de las montañas.

Estaba muy excitado, por primera vez me miró a los ojos con esa mirada tan penetrante que tienen algunos hindús y después con voz autoritaria me ordenó: “cut 3 pieces! 2 for you, one for me” y como yo no entendía me volvía a repetir la misma cosa una y otra vez, hasta que se desesperó y mirándome como si yo fuera una idiota que no entendía una orden tan simple me ordenó por última vez “cut 3 pieces! 2 for you, one for me...go!” No me permitió explicarle que la piedra no era como un pedazo de pan que se puede cortar así no más en tres pedazos. Obviamente no quiso ni oír hablar de que yo le devolviera la piedra, así que me la llevé cargando a mi casa. La dejé en un mueble al lado de mi cama y cada vez que la veía me decía a mi misma que ni loca iba a obedecerle a ese mendigo sucio y loco....aunque en el fondo sabía muy bien que iba a hacer lo que me pidió. Puedo no respetar muchas ordenes, puedo pasarme los altos, brincarme bardas, entrar sin pagar , pero las órdenes de este tipo me atraen demasiado.

Conocía a un joyero de Kashmir al que le había comprado algunos aretes y le pregunté cómo le podía hacer para cortar esa piedra. El hombre la miró e hizo un gesto de que no valía nada y después me miró extrañado preguntándome de donde la había sacado. Cuando le dije como había conseguido la piedra, se levantó de hombros y puso una cara como diciendo que ya conocía ese tipo de extravagancias... no era raro que los extranjeros que visitaban el ashram de Osho hicieran ese tipo de locuras! Me dijo que después me llevaría con alguien que me la pudiera cortar, pero se olvidó del asunto. Tuve que insistirle varias veces hasta que por fin un día que volví a su tienda, le gritó a su encargado que cuidara el negocio, salió a la calle, paró una mototaxi y me dijo que me subiera con él. Nos dirigimos a una parte de la ciudad mucho más pobre y la riksha iba a toda velocidad entre calles de tierra bordeadas de chozas y covachas de cartón o lámina. Nos bajamos en una esquina y el kachimiro me ordenó que lo siguiera hacia un callejón. Todo se veía miserable y afuera de las casitas o a través de las puertas podía distinguir a hombres y niños trabajando la joyería, puliendo, cortando piedras, fundiendo plata. Entramos a una de las chozas e inmediatamente se puso a hacer negocios con el encargado, levantando la voz y gritando a veces como es típico entre los hombres en India. El dueño era un hombre alto y muy delgado; su cara y manos estaban negras por el trabajo con los metales y su ropa descolorida estaba toda sucia. Había botellas de ácidos, trapos, pulidoras, piedras semipreciosas y metales por doquier. Los demás hombres y algunos niños estaban también todos sucios con el pelo casi blanco por el polvo y trabajaban absortos y serios; solo de vez en cuando alzaban la vista para echarme una ojeada inexpresiva. Después de un buen rato en que los hombres discutieron a gritos sobre los precios, el kachimiro se acordó de mí y le dijo al otro sobre mi piedra. El dueño del negocio le gritó a un muchachito que la llevó a una cortadora y en 2 minutos me la trozó en 3 partes. Sin que nadie hiciera algún comentario, el dueño me la entregó cobrándome 100 rupias, como 20 pesos.

El mendigo seguía ahí, como siempre en cuclillas pegado a la misma barda exactamente en el mismo sitio, con su inseparable mono. Ambos me miraron atentamente cuando me les acerqué y yo me sentía entre orgullosa y tonta a la vez. Le mostré la piedra ya cortada en tres pedazos tal cual me lo había ordenado y él no se sorprendió en absoluto. Le insistí en que se quedara con 2 pedazos y yo solo uno (no pensaba llevar tanto peso inútil en mi maleta de regreso a México), pero no hubo caso... tomó un pedazo, lo envolvió en su cobija sucia y con un gesto me dio a entender que ya no iba a platicar conmigo, que me fuera y lo dejara en paz. Después de ese día nunca los volví a ver.

Regresé con un solo pedazo a México..... y ese pedazo de mármol veteado de color verdoso aun lo tengo junto a otras piedras que también tienen sus propias historias, a un lado de mi regadera. Como muchas veces sucede en la vida, en ocasiones creemos que hacemos algo por alguna razón y con una finalidad determinada y sin embargo después nos damos cuenta que el objetivo de fondo era otro, algo que ni sospechábamos. El objetivo de cortar esa piedra no fue cortar la piedra… de por si no valía nada y nunca sabré para que quiso cortarla ese extraño mendigo. Pero en mi caso el cortar la piedra fue toda una enseñanza. Fue abrir una puerta que me permitió ver esa parte de India que no quería ver, que mi parte romántica se resistía a reconocer: el abuso, la pobreza extrema, el trabajo infantil, la sordidez de las condiciones de trabajo, la contaminación, la miseria….todo lo que se esconde atrás de las maravillosas joyas y artesanías con las que los occidentales tanto nos encandilamos en India.


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